Desde mi estrávica visión como hombre (no dudo de que soy lo que mi entorno me ha hecho) pero también desde mi conciencia marxista (no dudo de que los hombres mejoramos con Marx) quiero trasladar a este blog medio olvidado el impacto, que un puñado de mujeres verdaderamente feministas, han logrado en mi mejorable percepción del movimiento violeta.
La MUJERES DEL LUCERO, así en mayúsculas. Colofón para mí de un 8 de marzo tardío. Mujeres irredentas, con sus miedos, sus contradicciones, firmes en la creencia de un mundo de igualdad de género, perpetúas luchadoras en el ámbito más castrador, el de la familia, donde día a día han ido restando los abusos no conscientes de los suyos.
Esas mujeres que han instalado el feminismo en lo cotidiano, en su barrio del Lucero. Han hablado con el hombre cara a cara y le han puesto en conocimiento que pueden hablar desde la igualdad pero que no andarán detrás de él, que no llevaran su apellido, señora de, por que tienen el suyo propio y no pertenecen a ningún lechuguino aprendiz de dictador casero.
Mujeres llenas de coraje, sabias y cultas, que no han podido ir al colegio y sin embargo se atreven con un tomo de Rosa Luxemburgo, de Rosalia de Castro. Que no tuvieron oportunidades de jóvenes y ahora al lado una de la otra, han aprendido lo que legiones de hombres jamás, lamentablemente, podrán aprender. La fuerza de su género, la fuerza de la unidad.
Ahora, desde una calle algo empinada, en un barrio de Madrid, ayudan a organizar a sus iguales, las abordan y les dicen: ven al centro de mujeres, estudiaremos juntas lo que el fascismo y el machismo nos negaron de niñas, leeremos juntas y las que más sepan ayudarán a las que sepan menos, que es mucho más difícil engañar a una mujer que sabe, que conoce sus derechos. Mujeres que son concientes de lo que otras luchadoras han avanzado en el camino de todas y de lo que ha costado cada centímetro de ese avance.
Ellas, desde el Centro Cultural de Mujeres del Lucero, trabajan sin ser del todo conscientes de cuanto significan. Piensan que no hacen suficiente, a veces se infravaloran y se autocritican por que esto o aquello deberían haberlo hecho mejor, por que cuesta mucho compaginar la vida con sus compañeros, sus hijos e hijas, sus nietas y nietos con las nunca suficientes horas en el Centro. Sé, que de tener la oportunidad de conocer a sus familias, reconocería la huella marcada de esa labor continuada de educación en la igualdad.
No elaboran teoría, puede que algún día, lo hagan. La práctica es para ellas el furgón de enganche.
A ellas, gracias, muchísimas gracias, por hablarme como un igual, por que al abrir las puertas del Centro también abrieron los abrazo para estrecharme, para acogerme, para mostrarme orgullosas centímetro a centímetro todas las aulas de su Centro, toda la fuerza de su determinación.
Creo que deberían venderse en la Librería de Mujeres, sus rostros en las cajitas de música, que deberían editarse carteles como los de la República, poniéndolas de ejemplo y sobre todo que deberían editar ese libro que aun está por escribir con su experiencia y desde la sencillez de sus planteamientos.
A las mujeres del Lucero, un beso inmenso.
La MUJERES DEL LUCERO, así en mayúsculas. Colofón para mí de un 8 de marzo tardío. Mujeres irredentas, con sus miedos, sus contradicciones, firmes en la creencia de un mundo de igualdad de género, perpetúas luchadoras en el ámbito más castrador, el de la familia, donde día a día han ido restando los abusos no conscientes de los suyos.
Esas mujeres que han instalado el feminismo en lo cotidiano, en su barrio del Lucero. Han hablado con el hombre cara a cara y le han puesto en conocimiento que pueden hablar desde la igualdad pero que no andarán detrás de él, que no llevaran su apellido, señora de, por que tienen el suyo propio y no pertenecen a ningún lechuguino aprendiz de dictador casero.
Mujeres llenas de coraje, sabias y cultas, que no han podido ir al colegio y sin embargo se atreven con un tomo de Rosa Luxemburgo, de Rosalia de Castro. Que no tuvieron oportunidades de jóvenes y ahora al lado una de la otra, han aprendido lo que legiones de hombres jamás, lamentablemente, podrán aprender. La fuerza de su género, la fuerza de la unidad.
Ahora, desde una calle algo empinada, en un barrio de Madrid, ayudan a organizar a sus iguales, las abordan y les dicen: ven al centro de mujeres, estudiaremos juntas lo que el fascismo y el machismo nos negaron de niñas, leeremos juntas y las que más sepan ayudarán a las que sepan menos, que es mucho más difícil engañar a una mujer que sabe, que conoce sus derechos. Mujeres que son concientes de lo que otras luchadoras han avanzado en el camino de todas y de lo que ha costado cada centímetro de ese avance.
Ellas, desde el Centro Cultural de Mujeres del Lucero, trabajan sin ser del todo conscientes de cuanto significan. Piensan que no hacen suficiente, a veces se infravaloran y se autocritican por que esto o aquello deberían haberlo hecho mejor, por que cuesta mucho compaginar la vida con sus compañeros, sus hijos e hijas, sus nietas y nietos con las nunca suficientes horas en el Centro. Sé, que de tener la oportunidad de conocer a sus familias, reconocería la huella marcada de esa labor continuada de educación en la igualdad.
No elaboran teoría, puede que algún día, lo hagan. La práctica es para ellas el furgón de enganche.
A ellas, gracias, muchísimas gracias, por hablarme como un igual, por que al abrir las puertas del Centro también abrieron los abrazo para estrecharme, para acogerme, para mostrarme orgullosas centímetro a centímetro todas las aulas de su Centro, toda la fuerza de su determinación.
Creo que deberían venderse en la Librería de Mujeres, sus rostros en las cajitas de música, que deberían editarse carteles como los de la República, poniéndolas de ejemplo y sobre todo que deberían editar ese libro que aun está por escribir con su experiencia y desde la sencillez de sus planteamientos.
A las mujeres del Lucero, un beso inmenso.